Desde el primer día que nuestros ojos se cruzaron supimos ambos que terminaríamos siendo una persona especial el uno para el otro.
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Pero también desde la primera vez que la abracé supe que no pasaríamos de ser unos grandísimos amigos, aunque yo la amaré siempre. Compartíamos trabajo y esa convivencia, lejos de minar nuestra amistad la fortaleció, nos hizo cómplices, compañeros de alguna que otra juerga, "partners in crime", confidentes, paño de lágrimas y hombro de infinito consuelo.
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Años más tarde me confesó que sin mí a su lado nuestros inicios en aquel periódico la hubieran arrojado en los brazos de la depresión, pero que ni en mis momentos más amargos en lo personal ni en lo profesional me faltó jamás una sonrisa para ella, a las 8 de la mañana, mientras ella entraba en el cercanías de menos 5 que nos llevaba a trabajar en la confección del papel de envolver los pescados del día siguiente.
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Fueron años duros, exigentes, y fuímos todo lo que pueden ser un hombre y una mujer mutuamente sin llegar a sentir la piel desnuda del otro en la propia. Nos llegamos a conocer demasiado bien, por eso ambos sabíamos que no podíamos ser más que lo que ya eramos.
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Sólo hubo una noche, mucho después, cuando ya nos consolábamos de matrimonios rotos y no de parejas inaguantables y pasajeras, una noche en un bar en el que luego añoraría girasoles con destinos prefijados, en que miré a sus ojos azules intensos como el mar del norte de donde procedía, y tuve que detenerme para no besarla. Nuestras risas se mezclaban con la música y el alma se me salía por los poros, y la certeza de su presencia no lograba aquietar mi ánsia por su lejanía en todo lo demás. Esa madrugada, cada uno ya en su casa, sólos a conciencia, nos enviamos unos cuantos mensajes al móvil, como adolescentes, con palabras que traslucían algo más que el agradecimiento por una noche que pudo haber sido nuestra.
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Un día, mientras volvíamos a nuestro despacho (porque además compartíamos despacho desde que salimos de la redacción masificada) los hijos de un compañero correteando por el pasillo de dirección nos obligaron a aproximarnos, y mi instinto me llevó a unir mi cadera a la suya mientras para mantener la verticalidad posaba mi mano sobre su cadera, firme y elástica bajo unos vaqueros que parecían haber sido fabricados exclusivamente para su cuerpo. Casi parecíamos una pareja, con los chiquillos corriendo a nuestro alrededor. Me sonrió como solía hacerlo sólo a veces, bajando la barbilla, con la boca seria y casi tímida pero con una sonrisilla burlona asomándose a sus ojos. Me habló con esa voz suya delicada y musical y que a pesar de los años no había perdido del todo su ligero deje extranjero, lo que me la hacía más irresistible si cabía.
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"Sabes que nunca funcionaría".
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Entramos en el despacho, donde de los altavoces de su ordenador salía la melodía del más delicioso cuarteto de cuerda jamás escrito, la "Música nocturna para las calles de Madrid" de Boccherini. Nos sentamos cada uno frente a su pantalla y comenzamos a preparar lo que nos acababa de pedir nuestro jefe de área. Tras unos momentos, rompí el silencio.
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"Lo sé... desde el primer momento lo supe".
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Esta mañana era otra información la que nos debía mantener ocupados fuera de la redacción, pero el destino tiene sus propios planes para nosotros, pobres mortales, y terminamos asistiendo al parto de una jóven suramericana en mitad de la calle. Le decíamos al unísono que empujara, el bebé casi salía sólo pero necesitaba un poco de ayuda extra. La cabeza estaba prácticamente fuera y solo un empujón final bastaba para concluir el trance. Contemplar desde tan corta distancia la llegada a este mundo de un ser humano era algo para lo que quizá no estábamos preparados ninguno de los dos. O ninguno de los cuatro. Mientras el Policía Municipal que finalmente se personó en el lugar de los hechos buscaba por sus bolsillos algo para cortar el cordón umbilical y hacer un torniquete (finalmente me entendió cuando le señalé la pinza de su corbata), dejé a la niña (era niña) sobre el vientre de la madre, que sudorosa y llorosa miraba a su hija como nadie la miraría jamás.
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Yo tenía las manos manchadas de sangre y llenas de vida nueva. Ella, mi compañera de tantos años, mi imposible amor secreto a voces, me las cogió, me las apretaba, le temblaban sus manos y buscaba en las mías un asidero firme que yo también precisaba. Lloraba y en sus ojos vi una alegría que no conocía. Tantos años desentrañando sus más mínimos gestos y siempre me guardaba una sopresa como esta. Me besó y en sus labios había sentimientos guardados durante más de diez años. Todos esos años pensé que ya había agotado mis lágrimas por ella pero aún me quedaban unas cuantas que aproveché para dejar salir por considerar apropiada la circunstancia y oportuno el momento.
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Anoche soñé que hoy soñaría con ese beso, y que no sería un sueño, sino un recuerdo.
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