sábado, 18 de abril de 2009

Manos a traves del aire



Para I. entre otras cosas porque al final contuvo sus lágrimas.
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-¿Tu sabes si esta tarde ponen "Memorias de África" en la tele?
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-Pues la verdad es que no, ni idea.
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-Es una película preciosa, siempre que la veo termino llorando.
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-Pues te vas a reír... yo no la he visto nunca.
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-¡No me lo puedo creer!
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-De verdad.
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-Pero ¿ni un trozo?
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-Bueno, sí, he visto trozos sueltos de algunas veces que la han puesto en la tele. Cuando se encuentran en el tren, el vuelo en avioneta, la escena en que él le lava el pelo a ella... pero vamos, que no, no la he visto.
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-Pues es una lastima.
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-Pues sí.
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Un buen rato después de acabar la conversación por teléfono un mensaje llega al móvil de él:
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"Al final la ponen en la 1 Voy a coger los kleenex"
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La respuesta no se hace esperar:
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"Si necesitas mas kleenex, o un hombro, o un hombre, o helado... ¿me llamarás?"
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Inmediatamente llega contrareplica:
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"Solo si el helado es de chocolate!!!".
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Poco después, en concreto el tiempo justo para comprar una tarrina de Chocolate Belga de Haagen-Dazs y unos kleenex (por la coña) y cruzar en moto la ciudad de punta a punta, el móvil de ella suena.
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-Buenas ¿como llevas el gasto de kleenex?
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-Jajaja. Aun no he empezado a usarlo, ¿por que lo dices?
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-Bueno, por si te hacían falta mas te he traído un paquete... y un poco de helado de chocolate.
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-Pero ¿que dices? ¿donde estás?
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-Pues si no me equivoco en la puerta de tu casa.
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-¡Anda ya!
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-Que si, ¿en que piso vives?
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-Jajaja, que guasa tienes.
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-No en serio.
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-En el 2º C
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Con la mano en la que sostiene la bolsa con el helado y los kleenex consigue medio liberar un dedo para apretar el botón del telefonillo.
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-¿Es ese que suena?
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-No me lo puedo creer. Lo del helado de chocolate sera una broma ¿no?
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-Nunca bromeo cuando se trata de helado de chocolate. Asomate por la ventana y lo veras.
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Ella se asoma. El saca la tarrina de helado de la bolsa y la muestra agitándola hacia los lados. Sus sonrisas se cruzan.
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Ella vuelve al interior, abre la puerta, el sube. Llega a su piso, ella le espera con la puerta abierta y los ojos llenos de sonrisa. Se dan dos besos. Le da el helado y los kleenex. Pasan al salón. El deja el casco en el suelo y la chaqueta en el respaldo de una silla. Ella le señala un lugar en el sofá, frente a la tele. Se sientan y ella le extiende la manta para compartir el calor de hogar.
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Ven la película salpicándola de comentarios, unos a propósito de la misma, otros no. Callan en momentos singulares. Apostillan frases y actitudes. Convergen y divergen.
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Llega el momento en que Robert Redford y Meryl Streep suben a una avioneta a recorrer el infinito azul del cielo africano sobre tierra, lago, pastos y arboles verdes, tierra marrón, animales que corren, todo entre nubes, sueños y silencios.
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Quizá debería haber sido el momento apropiado. Aquel en que Meryl alarga su mano hacia atrás, a ciegas, sabiendo que encontrara la de Robert. El lo piensa, por un instante su mirada se aparta de la pantalla y mira la mano de ella, sobre el regazo, por encima de la manta. Mal momento para la vacilación, la duda...
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La avioneta se aleja por el cielo de África, la música de John Barry se desvanece, y cuando el cree que la magia aun puede prolongarse un poco, que lo bonito que podría resultar todo si la vida fuera un poco como en el cine esta a punto de darle una oportunidad la vil audiencia, el share y los anunciantes dan al traste con su imaginación a base de una pausa publicitaria tan brusca como inoportuna. La música va desapareciendo poco a poco y la avioneta se aleja perdiéndose entre las nubes y el ruido del viento, lo que deja paso bruscamente a una sucesión de motos corriendo por un circuito de velocidad, anunciando la carrera de mañana domingo.
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Por unos minutos le repatean las motos.
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Cuando acaba la película ella le confiesa que ha sido la primera vez que no ha llorado al verla, porque le daba vergüenza hacerlo delante de el. El se calla que también ha estado a punto de llorar, pero de rabia por la falta de oportunidad de las pausas publicitarias y su falta de miramiento con el romanticismo de los espectadores.

martes, 7 de abril de 2009

La música de la lluvia tras el cristal


Gracias a Lola Gracia por animarme a contarlo. Gracias a I. por inspirarme.
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Algunos momentos de nuestras vidas requerirían de una banda sonora musical específica para al evocarlos alcanzar en toda su magnitud el grado de emotividad con que tuvieron lugar.
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A veces, como en una película de Dogma, efectivamente, suena una melodía de fondo y la vinculas a tu experiencia vital. En ocasiones la música es hasta apropiada y el recuerdo resulta años después idílico, totalmente cinematográfico. Hay otras veces en que existe una falta de adecuación total y mientras descubres un paisaje maravilloso, te deja tu pareja o te enamoras suena una polka, música bakalao o Georgie Dann. Adiós a la magia para siempre jamás.
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Esa noche, en cambio, no había música alguna.
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Llovía. Era primavera, una primavera recién estrenada pero totalmente atípica, de hecho el día anterior en la sierra la cumbre aparecía nevada. La lluvia era incesante, duraba ya varios días, la sangre se altera pero era curioso sentirlo en lo que parecía invierno.
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No había una causa, simplemente me apetecía. Marqué su número en el móvil y me senté en el sillón. Tenía ganas de hablar con ella, sin más.
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Y así sucedió durante más de hora y media, ella en su casa, yo en la mía, con la lluvia buscando el pentagrama de nuestros cristales para componer una melodía que envolviese nuestra conversación.
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Se puede decir que nos contamos la vida. Habíamos empezado ya a hacerlo en conversaciones previas, esas charlas en las que al final partiendo de la anécdota llegas a la categoría sin proponértelo realmente. Esa noche quizá nos sinceramos más por el hecho de no estar mirándonos a los ojos. Y así lo comentamos. Creo que ambos nos encontrábamos cómodos con la mutua compañía, pero la ausencia de una mirada que repruebe o asienta un comentario puede facilitar la confesión sincera, la complicidad.
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Yo me acordaba por momentos de una canción de Franco Battiato, "E ti vengo a cercare" ("Y te vengo a buscar") en la que declara la necesidad de estar en presencia de alguien especial por el mero hecho de querer ver a esa persona o hablar con ella, hablar para poder entender mejor la propia esencia, resultando en un arranque místico y sensual que le encadena a esa persona, concluyendo después de cierto devaneo con las profundidades del espíritu que en realidad la única razón para la búsqueda de esa presencia, de esa compañía, es que estás bien con esa persona.
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A veces simplemente esa es la recompensa. A veces incluso se alcanza un premio. Saber que sin un motivo o un objetivo, en medio de una noche fría, lluviosa y desapacible, la conversación con alguien que te resulta estimulante te hace sentir bien y al mismo tiempo notas que también esa persona pasa un rato agradable.
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Luego progresivamente se va ahondando en las auténticas preocupaciones vitales, en los sentimientos de dolor, fustración o desesperanza, se comparten las penas y se procura esquivar las lágrimas, que ya llora bastante el cielo esta noche. Hay, como no, momento para la risa, para el humor que recarga las pilas, para la ilusión y la luz al final del túnel.
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Gozamos de la ventaja que no tienen las despedidas de película. En el cine el tren parte del andén irremisiblemente, dejándola a ella desamparada en el vagón que se escapa y a él angustiado corriendo por el andén de la estación esquivando pasajeros. Nosotros nos despedimos pero retomamos la conversación y al cabo de unos minutos volvemos a despedirnos pero volvemos a encontrar hilo de diálogo y nos atamos un poquito con el mismo hasta que decidimos quedarnos cada uno con nuestro lado del cordel, pero todavía no, que ahora que lo dices me acuerdo que el otro día...
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En nuestras palabras había mensajes que cara a cara quizá cuestan más llegar al interlocutor porque nos cuesta vencer el peso de la mirada de enfrente, aun cuando sabemos que no hay reproche ni cuestionamiento a nuestra confidencia. Eso quizá haya sido esa noche una ventaja, pero pese a todo echo de menos la sonrisa de sus ojos o el aleteo de sus pestañas y su mirada de reojo pícara y divertida. La risa de su voz si la tenía a mi lado esa noche, y me hacía sentir bien.
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Acabó la conversación y la lluvia continuaba su concierto en la ventana. Me quedé todavía un rato disfrutándolo.

martes, 20 de enero de 2009

Canon de madrugada en el piano del Zalaca


No he echado de menos el humo ni la penumbra con la que José Luís Alvite camufla las almas errabundas y heridas de vida en su Savoy.
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Era la hora bruja en que los clientes escasean, el único paseante de la calle es el frío y el tráfico lo construyen los camiones de la basura, los cuatro noctámbulos que quedarán en la calle a la mañana siguiente del Día del Juicio Final y el chino de las flores.
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Las camareras ya han apagado la máquina del café, la persiana está bajando, hay sillas y taburetes con las patas apuntando al techo y el último chupito se lo bebe el conductor del camión de la basura que hay aparcado en la puerta, como si fuera un chiste de Chiquito de la Calzada a punto de empezar.
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Media docena de almas cercanas apuran en sus vasos el envoltorio de los restos de hielo y yo pido la llave del piano. Subo los escalones mientras las conversaciones continúan abajo,mutuamente ajenos. Abro el piano y compruebo que no está desafinado. Me quito la chaqueta y me sitúo ante las teclas.
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Con timidez marco las 8 notas que configuran el armazón esencial del Canon de Pachelbel. Una sola nota con un dedo de cada mano. Con parsimonia, trazando pacientemente la senda que luego transitaré al galope de todos los dedos que sea capaz de involucrar.
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Recorro una primera vez la escala con notas individuales y tímidas. La segunda vuelta ya permite entrever esbozos de inminentes acordes. El ritmo sigue siendo pausado, no hay ninguna prisa. Las conversaciones siguen en un segundo plano y yo no le estoy exigiendo demasiadovolumen a la combinación de madera, acero y marfil.
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Como en las sevillanas, vamos a por la tercera, y aquí sí, ya enseño los acordes al completo, tres notas marcadas intensamente con la mano derecha, en algunos momentos el meñique y el anular se permiten fugaces paseos por las teclas aledañas, mientras con la mano izquierda me permito no cargar demasiado la melodía usando una nota sencilla cada vez y permitiéndome una cierta agilidad en la elaboración del acompañamiento.
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La estructura se va haciendo más compleja y llego a emular con la derecha algunas de las notas que habitualmente desgrana un violín acelerado, ese que siempre me parece al escuchar la pieza que encerraba tanta emoción en su alma que necesitaba escapar del pentagrama que le constreñía para buscar aire por encima del resto de la melodía. 
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Poco a poco la interpretación va cobrando velocidad, en una interpretación evidentemente libre de la partitura de Pachebel, entre otras cosas porque no manejo un cuarteto de cuerda sino tan solo un piano, y además porque hace 48 horas que sin ayuda de partituras sino tan solo apoyado por la memoria me puse delante del piano y averigüé qué notas debía tocar para repetir esta composición. Y además, el piano habla su propio lenguaje.
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El ruido en la calle de los camiones de basura se había desvanecido, las conversaciones de la decena de habitantes del bar se habían extinguido. El Zalaca era ahora la sala de conciertos que yo llenaba con notas arrancadas al tesón y la memoria, notas que me hacen disfrutar al acariciarel viejo marfil del piano del bar, mientras no puedo evitar mirar a la mesa que hay en el piso superior del bar, justo encima de donde yo me encuentro en estos momentos con mi Canon a cuestas, y pensando en una noche de conversación con ella sentados en esa mesa, me pregunto que es lo que no funcionó, el porqué de esta distancia, la causa del silencio.
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Aquella noche en la despedida sus manos estaban ateridas por el frío de la calle, un frío como el de esta noche, un frío que sin embargo mis manos hoy han sabido combatir y por eso mis dedos ahora recorren ágiles el teclado del viejo piano del Zalaca. Porque dentro, en medio de las cenizas y las brasas, sé que aún hay fuego y que basta hallar el soplido adecuado de aire para encender de nuevo la llama.
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Así que ataco con fuerza lo que he decidido que va a ser el último movimiento de este Canon libre de Pachebel para piano viejo y corazón mareado en la montaña rusa. Con fuerza pero con un ritmo lento al final, tres notas quedan por tocar, las marco con delicadeza, aguanto la penúltima, un acorde en el que cada tecla se pulsa con cierto desacompasamiento para enriquecer el resultado final y preparar el contrapunto a la despedida, un acorde final suave, que dejo extinguir mientras la atmósfera de madrugada del Zalacaín vuelve a resonar en mis oídos, las conversaciones, el ruido de los vasos que salen del lavavajillas, el tintineo de los últimos cubitosde hielo... la noche sigue fría, pero solo por fuera.